


Seguimos escuchando su música, compartiendo sus sueños...
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Moderador: Diario de Noticias
SÍ, ES MOUSTAKI
Recuerdo que hacia 1977 ó 1978 un periódico donostiarra advertía a sus lectores que si veían pasear por La Concha a un hombre vestido de blanco y con la barba y el cabello igualmente albos, y que se parecía a Georges Moustaki, que no tuvieran ninguna duda: era él. Afortunadamente, por Donosti siempre se dejaba caer algún artista de los llamados prohibidos o bandas punteras, que daban un concierto y que desaparecían como habían llegado. Rememoro la anécdota de Moustaki -es obvio- porque el cantante de Alejandría abandonó justamente hace un mes este mundo, recién cumplidos los 79 años.
Unos pocos años después, Moustaki ofreció una maravillosa velada en el Anaita de Pamplona, pabellón inolvidable durante la transición y los primeros años de democracia (¿democracia?), gracias a aquellos conciertos trufados de aires de libertad y de cierta esperanza. Decía Neruda que nosotros los de ahora, ya no somos los de entonces. Y entonces éramos muy jóvenes, harto ilusos y medianamente crédulos; ahora luchamos para que la desesperanza y el fatalismo -visto el panorama que impera- no terminen por arrebatarnos las ganas por mejorar este incoherente globo pinchado, si me permiten la licencia de citar al gran Rafael Amor, autor argentino de La lágrima, una de las canciones más bellas que se ha escrito jamás en castellano.
Pero a lo que iba. A quienes ya conocíamos a Moustaki -y me refiero muy especialmente al Moustaki de sus primeros trabajos, con el elepé Le Métèque a la cabeza- aquel concierto en el Anaita nos dejó una huella indeleble. He tenido la oportunidad de conocer a otras personas que coincidieron conmigo -confundidas en un aforo repleto- y son de mi misma opinión. Moustaki nos conquistó para siempre, y lo siguió haciendo con el paso de los lustros, hasta su adiós definitivo. Y no sólo porque considero al que cambió su nombre artístico en honor a Georges Brassens como uno de los grandes cantantes en la lengua de Molière. Se puede componer canciones tan hermosas como Ma liberté, Le temps de vivre, Voyage o Gaspard, pero no más. No, Moustaki también nos transmitió un anhelo de libertad, una querencia por el mestizaje y un desprecio por las fronteras que continúan siendo valores inmarchitables.
Emociona verlo en ese documento impagable que es la visita que poco antes de morir le hizo la cantautora catalana Marina Rossell, capaz de adaptar al catalán algunas de las canciones más conocidas de Moustaki. Sí, vemos a un Moustaki débil, con la voz muy queda y encorvado, y sin embargo sus ojos claros, su mirar profundo siguen siendo los mismos. Fue egipcio de nacimiento, griego y judío de origen y francés de adopción -¡ojo!, sólo desde 1983, 32 años después de instalarse en París-; compuso para los grandes de la canción francesa y un bendito día comenzó a cantar él mismo su obra. Cantó a Sacco y Vanzetti y también al flamenco y al misterioso Kaspar Hauser, y lo hizo en muchos idiomas. Se encandiló por la música brasileña y siempre amó el Mediterráneo, tal vez su verdadera patria, su ultimísima morada. Políticamente nunca se casó con los partidos tradicionales y hasta el final de su vida apoyó a pequeños grupos de extrema izquierda. Tuvo un público fiel y no masivo durante medio siglo y, lo más importante, nos invitó a que soñáramos: todo es posible, todo está permitido, canta en Le temps de vivre, una exquisitez de melodía que, hoy mismo, podrían cantar los chicos de La buena vida y sonaría moderna.
Le comentaba a Marina Rossell, en su encuentro en París, que no echaba de menos sus actuaciones, y sin embargo nosotros aún sentimos una punzada muy honda por la marcha de este vagabundo, del adorable métèque.